Antibióticos y salud infantil. Foto: saludyenfermedad.com.mx |
Celebramos el Día Mundial del Medio Ambiente con una reflexión* sobre el impacto del entorno en la salud infantil de Ramon Folch, Doctor en biologia, socioecólogo, Director General de ERF y miembro del Consejo Asesor de la Fundació Roger Torné.
Los muertos no enferman. Para contraer enfermedades hay que estar vivo. Muchos enfermos de nuestra sociedad garantista son difuntos indultados. Vale ello para los adultos –sobre todo para los ancianos‑, pero también para los niños. Los índices de morbilidad infantil crecen de manera proporcional a la disminución de los de mortalidad. Un niño enfermo es un niño vivo capaz de sanar. Es muy higiénico mirárselo de este modo.
Empecemos admitiendo que, en los países avanzados, la esperanza de vida al nacer es hoy en día mucho más alta que años atrás. Yo mismo no habría alcanzado ni siquiera la adolescencia, si una oportuna aplicación de antibióticos no me hubiera librado, in extremis, de una infección mesentérica subsiguiente a una apendicitis perforada. Gracias a ello, he sufrido posteriormente abundantes enfermedades menores. Actualmente, la mayoría de enfermos sanan y optan a enfermar ulteriormente.
“El embeleso falsamente progresista por la vida “natural” es falta de reflexión.”
El embeleso falsamente progresista por la vida “natural” es falta de reflexión. “Natural” sería que toda mujer tuviera entre diez y quince embarazos –de no morir entre el primero y el tercero‑, perdiera un par de hijos de parto, se le murieran otros tres o cuatro de enfermedades infantiles pandémicas y viese cómo epidemias, hambrunas, infecciones o accidentes le matasen cuatro o cinco más. El aparente exceso de fertilidad femenina se ve naturalmente compensado por los elevados niveles de mortalidad de las crías. La “naturalidad” es eso.
Pero hemos optado por la civilización, que es la contrariación inteligente de la naturalidad. Tenemos casas en lugar de cuevas y electricidad en vez de candiles. Controlamos la natalidad y aseguramos la subsistencia de la cría, haciendo rentable, así, el esfuerzo de educarla. La artificialidad preconcebida es la naturalidad de nuestra condición inteligente, de igual modo que la ciudad es nuestro artefacto constructivo natural. La medicina es un exponente más de esa artificialidad deliberada.
Aunque sobrevivir no nos basta. Aspiramos a vivir en plenitud. Por eso, combatida la muerte prematura con éxito destacable, vacunamos para librarnos de viruelas, tuberculosis, meningitis y poliomielitis y nos esforzamos en gozar de una salud pletórica. No es un tema tan sólo médico. O por lo menos, no es un tema tan sólo terapéutico, ni únicamente profiláctico. Es también, tal vez sobre todo, un tema higiénico, o sea alimentario y ambiental.
Uso de biberón en los primeros meses de vida. Foto: bebesymas |
Nada como la leche materna. Sí, siempre que sea de calidad. Antes de escapar de la peritonitis, sorteé la insuficiencia nutritiva de la leche de mi pobre madre gracias al “Pelargón”, leche artificial recién llegada a nuestro país de posguerra. La primera sonrisa de una vida hasta entonces de lloriqueos coincidió con la primera cucharada de leche maternizada que me metieron entre pecho y espalda. Nada como los alimentos adecuados, así pues, y ninguno de ellos como la leche materna cuando es leche de verdad. La mortalidad infantil de antaño llegaba también por ese flanco.
Y nada como un ambiente acogedor. De pequeño, pasé mucho frío, como todos los niños de entonces. Teníamos sabañones en dedos y orejas, pillábamos catarros que nos consumían de fiebre o pulmonías a menudo mortales. O sufríamos insoportables calorazos estivales. O el tormento de pulgas, moscas y mosquitos, por no hablar de piojos y chinches. Otro fragmento de naturalidad prescindible… Ya no nos acordamos, pero era así. Ahora, por ambiente entendemos aire puro, agua cristalina y suaves rumores. Mejor así, y ya que hemos alcanzado semejante privilegio, dediquémonos a conservarlo. Soy el primero que se preocupa por ello, pero me resisto a olvidar de dónde venimos para no denostar frívolamente al artefacto industrial, que es el verdadero valedor de tanta garantía higiénico-sanitaria.
“Los niños respiran a la altura de los tubos de escape“
Sin embargo, con ojos y narices a medio metro del suelo, ¿qué ambiente perciben los chiquillos? Sus pulmones son más delicados, pero les llega peor aire, por lo menos en las ciudades. Desde el cochecito, los niños respiran a la altura de los tubos de escape. A semejante nivel, los contaminantes del tráfico (óxidos de azufre y de nitrógeno, monóxido de carbono, partículas en suspensión) se encuentran en concentraciones particularmente altas. Sus mucosas, además, son más sensibles que las adultas. Deberíamos ahorrárselo.
Efecto del humo del tabaco en la salud infantil. Foto: taringa.net |
El humo del tabaco es otro contaminante atmosférico que asedia a los pulmones infantiles. De hecho, el efecto negativo de sus alquitranes y compuestos cancerígenos comienza a afectar a los niños de madres fumadoras desde antes del nacimiento. Luego, cuesta evitar que los niños escapen a él, a poco que vivan en un ambiente “normal”, es decir compartido con alguna persona fumadora. Podría alargarse la lista con los plaguicidas relativamente benignos presentes en el ambiente atmosférico de muchas casas y jardines –donde se supone que el aire debería ser especialmente puro‑, o con las trazas de metales pesados que hoy en día están en cualquier parte o, en particular, con los compuestos orgánicos volátiles (contaminantes que se evaporan de ciertas substancias de uso doméstico, como los productos de limpieza o algunas pinturas y barnices) y los óxidos de nitrógeno emanados de las cocinas o estufas de carbón, petróleo o gasoil. Por no hablar de propágulos biológicos en suspensión atmosférica, más o menos alergénicos (ácaros del polvo, polen, esporas, etc.).
Conviene evitar que todo ello, o unos niveles excesivos de ruido, alteren el buen desarrollo de los niños. Por eso resulta saludable que puedan respirar aire limpio, en plena naturaleza o en parques y jardines urbanos. Y también gozar de ambientes relajados y tranquilos, no sometidos a niveles sonoros ensordecedores. Es bueno para su salud física, pero también para la mental. Incluso para la cultural, porque la saturación sonora u olfativa erosiona la capacidad sensorial para percibir matices.
Sin olvidar, sin embargo, que también es recomendable habituar al organismo a combatir ataques externos, o sea, a desarrollar adecuadamente todo el sistema de defensas e inmunizaciones. Un niño ambientalmente hiperprotegido acaba convirtiéndose en un hiperdelicado adulto indefenso. Como en tantas otras cosas, también aquí hay que ser moderados, incluso con la moderación…
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Por Ramon Folch
Publicado en fundrogertorne.org
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